[Eustacio adeudaba la composición de una modesta obra a un discípulo, pero no puede entregarla con intereses como Píndaro]
A Píndaro, el sabio de la lira, que era deudor de una oda y retrasó largo tiempo el pago de esa deuda, le gustaba dejar que la escritura anidara olvidada en su interior, de manera que, según dice, descuidaba sus deberes con el dulce canto; era su deseo que su corazón se desplegara como si fuera capaz de leer en el lugar de la mente en el que el ser humano ha escrito, donde perdura lo que está pendiente. Pero en mi caso, excelente y sapientísimo pansebastos, si me viniera a la mente deber la obra prometida y haber pospuesto en demasía saldar la deuda, no sería por culpa del olvido, pues yo no sufro tal aturdimiento ni me adormezco aunque haya tenido que practicar mucho la abstinencia. ¿A quién podría ya dirigirme si me despreocupara de tu deseo? ¿A quien me mostró el alma entera para que nada que yo deseara dejara de ser querido por ti? Así pues, ni olvidé lo acordado ni la criatura de Leto pudo regocijarse ante este Hermes nuestro, ganar la batalla contra él y alzarse con el trofeo, sino que otro problema ha requerido mi atención y me ha separado de mis compromisos. Calculaba, en efecto, que en breve tiempo dispondrías de la obra y que la utilizarías sin preocupaciones, como habíamos hablado. Tenía en consideración tu entrega a las letras, contaba con tu noble naturaleza, mi mente albergaba sentimientos positivos. Por ello, porque tenía en cuenta tu anhelo de excelencia, no podía convencerme a mí mismo de que con el tiempo se iba a remediar el olvido, y dados tus grandes progresos en tu estudio de las letras, tampoco me parecía obligado recordar algo tan nimio. Pero tú has aprendido a desear con tanto fervor la literatura que no podías pasar por alto ni las obras más breves que caen al fondo y te implicas en anhelar tanto la riqueza del saber que no perdonas ni las raspaduras en los textos, que ciertamente no valen gran cosa. Por el contrario, es evidente que no querrías perdonarnos si no te entregáramos lo adeudado, ni aceptarías condonarnos la deuda, sino que, tras desplegar la contabilidad de tu alma y descubrir nuestros nombres entre los deudores, presionas con todo tu peso y casi ahogas y dices que no soltarás si no pagamos lo que debemos, aunque sea un texto breve y de poco valor, que aunque se dejase ir apenas iba a molestar a quien lo recogiera.
Pero tú, supongo, escribes pretendiendo cobrar los intereses y así actúas como la mayoría de la gente. Sin embargo, esto lo podía hacer aquel dulce poeta lírico que, siendo de verbo prolífico, cuando al darse cuenta de que tenía deudas pendientes, añadió con dulzura intereses al capital y, cuando entregó la obra que debía, añadió algo más y lo llamó «intereses». Pero para nosotros no será demasiado fácil, pues, como decía aquél, el polvo de oro de la palabra no nos abrió las venas para verter abundantemente en ellas la retórica minera, sino que escribir nos resulta penoso; por ello, que sea suficiente para contentarte devolver la suma debida. Aquí la tienes, mi sapientísima y venerable alteza; sino he sabido decir lo que deseabas (porque tampoco es preciso repetir lo que ya se ha dicho), al menos lo que ya muchas veces me habías reclamado lo acabamos de entregar. Y sé que para muchos esta obra, por no tener pretensiones, no será juzgada en general bien construida, pues no son pocos los que se muestran vanidosos, severos y arrogantes sobre tales asuntos, pero yo entiendo de otra manera esas críticas. En efecto, me parece necesario que cualquiera que haya aceptado un encargo emprenda bien esa tarea y que no debería sufrir el denuesto ya se trate de un encargo grande o pequeño; yo llamaría, en serio o en broma, persona hábil y sensata y diestra a quien estuviera en la circunstancia de hacer tal bien y de llevar a cabo convenientemente lo ordenado.